En los últimos meses, al despertar lo primero que me viene a la mente son unos chilaquiles. No es cruda, no es hambre, no es antojo. Hace cinco meses mi familia creció, a los siete integrantes se nos unió un pequeño cachorrito. Llegó ladrando, corriendo y mordiendo todo lo que se le atravesaba. Chilaquil es el nombre de mi perro, un lampiño e inquieto xoloitzcuintle. A pesar de las críticas de propios y extraños por su rareza, el xolo se ha ganado mi corazón. Cuando llego a mi casa es el primero en recibirme, ladra. Corre y hace todo un alboroto, por si fuera poco, duermo con él.
La mayoría de las personas consideran a estos perros como extraños y sin pelo, sin embargo, son algo más que mascotas, son ejemplo viviente de nuestro pasado prehispánico. Etimológicamente la palabra xoloitzcuintle proviene del náhuatl. Xolot se relaciona con varios significados, es el dios azteca de la vida y la muerte, otro significado es monstruo, por su parte la palabra itzcuintli significa perro.
Animales ancestrales, perros monstruos, caninos lampiños, como quiera que se le llame a estos singulares caninos; los xoloitzuintles eran la compañía de los muertos en su camino a Mictlan; eran sacrificados y enterrados con el difunto que guiarían al inframundo. Considerado como un animal sagrado, en algunas culturas precolombinas también se le comía, situación que no pretendo hacer con el mismísimo Chilaquil aunque el hambre mate. Creo que cada cultura tiene el perro que se merece, los xolotzcuintles son simpáticos, lampiños, pequeños y sobre todo calientes, como los mexicanos.